Un niño de siete años estaba tendido en el suelo y jugaba con un puzzle. Se lo había regalado Antonio, el marido de su prima Merce; un buen tipo del que el niño tenía recuerdos nublosos de cuando su época de militar en Madrid, hacía unos tres años. El rompecabezas tenía impresa la plantilla del Fútbol Club Barcelona donde aparecían las figuras de Artola, Olmo, Simonssen, Quini y del resto del plantel de aquel año, en un dibujo coloreado que había que componer. Al niño le encantaban los puzzles y ese, aquella tarde, lo pudo hacer y deshacer una decena de veces.
Había ido por la mañana a un nuevo médico de la vista. Esta vez su madre le llevó a uno que estaba en Barcelona y el niño estaba contento por dos cosas: había montado por primera vez en avión y el nuevo médico no le había puesto un parche en el ojo bueno, como hacían todos. Mañana volvería a montar en avión de regreso a Madrid y eso le hacía pensar en las nubes, como masas enormes de algodón blanquísimo, que había visto a través de la ventanilla hacía un par de días. Las azafatas eran muy simpáticas y le habían dado frutos secos y coca-cola.
Su madre hizo una llamada a Madrid. Su tía había puesto el teléfono en casa hacía poco. El niño sabía lo que suponía tener teléfono en casa: tener que ir a avisar a los vecinos de que alguien les llamaba. Un rollo. Hablaba de su hermano Luis. Qué raro: Luis estaba haciendo la mili en Cerro Muriano. Luego habló algo de los billetes de avión para mañana y entonces puso atención, ya que quería volver mañana a Madrid: por la tarde tenía Catequesis y no quería faltar. Parece que sí volveríamos, incluso antes de la hora prevista. Mejor.
El niño deshizo de nuevo el puzzle y empezó a hacerlo de nuevo. Primero, la cabeza de Artola, el portero. De repente todos se callaron. Antonio estaba escuchando la radio y los demás prestaban atención. La radio hablaba en catalán y Antonio lo iba explicando. Era algo de guardias civiles. Todos continuaban callados. Cuando el locutor terminó de hablar, y tras una brevísima conversación entre los mayores, la madre del niño lo mandó a la cama. Mañana volveríamos a Madrid.
Cuando el niño llegó a casa, en Madrid, puso la tele. Aunque le daba tiempo, su madre no lo llevó al cole. En la tele había cosas raras: películas y cosas así. El niño se tendió en el suelo y se puso a leer un libro que había sacado de clase. Por la tarde fue a Catequesis y la señora que se la impartía les explicó a los niños que había pasado algo con los políticos. El niño no entendió nada. Al llegar a casa, en la tele repetían una y otra vez la imagen de un señor con bigote y una pistola en la mano. Al niño le pareció gracioso y repitió las palabras que dijo aquel señor, creyendo que los mayores le reirían la gracia, como normalmente ocurría cuando el niño hacía imitaciones o cantaba canciones. Nadie se rió.
Con el paso del tiempo, cada año repetían aquellas imágenes en la misma fecha y cada vez a los mayores les fue haciendo más gracia la imitación.
Pero aquella noche del 24 de febrero nadie se rió.
Había ido por la mañana a un nuevo médico de la vista. Esta vez su madre le llevó a uno que estaba en Barcelona y el niño estaba contento por dos cosas: había montado por primera vez en avión y el nuevo médico no le había puesto un parche en el ojo bueno, como hacían todos. Mañana volvería a montar en avión de regreso a Madrid y eso le hacía pensar en las nubes, como masas enormes de algodón blanquísimo, que había visto a través de la ventanilla hacía un par de días. Las azafatas eran muy simpáticas y le habían dado frutos secos y coca-cola.
Su madre hizo una llamada a Madrid. Su tía había puesto el teléfono en casa hacía poco. El niño sabía lo que suponía tener teléfono en casa: tener que ir a avisar a los vecinos de que alguien les llamaba. Un rollo. Hablaba de su hermano Luis. Qué raro: Luis estaba haciendo la mili en Cerro Muriano. Luego habló algo de los billetes de avión para mañana y entonces puso atención, ya que quería volver mañana a Madrid: por la tarde tenía Catequesis y no quería faltar. Parece que sí volveríamos, incluso antes de la hora prevista. Mejor.
El niño deshizo de nuevo el puzzle y empezó a hacerlo de nuevo. Primero, la cabeza de Artola, el portero. De repente todos se callaron. Antonio estaba escuchando la radio y los demás prestaban atención. La radio hablaba en catalán y Antonio lo iba explicando. Era algo de guardias civiles. Todos continuaban callados. Cuando el locutor terminó de hablar, y tras una brevísima conversación entre los mayores, la madre del niño lo mandó a la cama. Mañana volveríamos a Madrid.
Cuando el niño llegó a casa, en Madrid, puso la tele. Aunque le daba tiempo, su madre no lo llevó al cole. En la tele había cosas raras: películas y cosas así. El niño se tendió en el suelo y se puso a leer un libro que había sacado de clase. Por la tarde fue a Catequesis y la señora que se la impartía les explicó a los niños que había pasado algo con los políticos. El niño no entendió nada. Al llegar a casa, en la tele repetían una y otra vez la imagen de un señor con bigote y una pistola en la mano. Al niño le pareció gracioso y repitió las palabras que dijo aquel señor, creyendo que los mayores le reirían la gracia, como normalmente ocurría cuando el niño hacía imitaciones o cantaba canciones. Nadie se rió.
Con el paso del tiempo, cada año repetían aquellas imágenes en la misma fecha y cada vez a los mayores les fue haciendo más gracia la imitación.
Pero aquella noche del 24 de febrero nadie se rió.
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