Paso a diario por la estación de Chamartín. En el ir y venir diario al trabajo, veo a los viajeros de largo recorrido cómo esperan en el hall la llamada a su destino.
Me sorprende lo bien vestidos que van todos esos viajeros - turistas extranjeros y mochileros aparte-. Pienso en que no han reparado en lo incómodo del viaje, lo pesado de llevar faldas en un camarote atestado de personas, o lo engorroso de cargar con el abrigo ese que no queremos que se nos arrugue.
Y es que, creo, que los viajes en tren aún guardan algo del romanticismo de cine en blanco y negro para quien los hace. Tal vez, esas personas vestidas de domingo no lo han hecho adrede, tal vez viajar en tren es como ir al médico - duchados y bien vestidos, que parezcamos saludables- o de visita.
Pero prefiero pensar que cuando viajamos en tren nuestro subconsciente empieza a maquinar deseos: un viaje es un nuevo destino, tal vez una nueva vida. En el tren (o la estación) podemos encontrar a nuestro príncipe azul. Los arquetipos cinematográficos así lo dicen.
La probabilidad es cierta, creemos. Tal vez una muchacha de ojos celestes nos pregunte por qué andén sale el tren hacia París y nosotros, gozosos y perfumados de Givenchi más allá de lo que marca el decoro, descubrimos -y así se lo hacemos saber con la mejor de nuestras sonrisas- que estamos juntos en el mismo compartimento.
Esto vale para ellas y también para ellos; sino, ¿a qué tanto rimmel y corbatas? Consultado el caso, me dicen: ¿Y si sólo quieren causar buena impresión a quien les espera en el destino?
Yo, que siempre he sido un romántico, prefiero lo de la joven.
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